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Con gran prisa

Escrito por Fundacion Alberto Hurtado

El Ángel anuncia a María la noticia de Isabel, y María se levanta a ayudar al prójimo. Tan pronto es concebido el Verbo de Dios, María se levanta, hace preparativos de viaje y se pone en camino con gran prisa para ayudar al prójimo.

María ha comprendido su actitud de cristiana. Ella es la primera que fue incorporada a Cristo y comprende inmediatamente la lección de la Encarnación: no es digno de la Madre de Dios aferrarse a las prerrogativas de su maternidad para gozar la dulzura de la contemplación, sino que hay que comunicar a Cristo. Su papel es el de comunicar a Jesús a los otros. Sacrifica no los bienes espirituales, pero sí los goces sensibles: lo que ocurre tantas veces en nuestra vida: celebrar la Misa en un galpón, con perros, gallos, cabras… Muy bien, si se trata de comunicar a Cristo, condenación al egoísmo espiritual que rehúsa sacrificar los consuelos cuando el bien de los otros lo pide.

Caridad real: Se levanta y va, y hace de sirvienta tres meses. Caridad real, activa, que no consiste en puro sentimentalismo… dispuesta a prestar servicios reales y que para ello se molesta y se sacrifica.

Servicios difíciles. La Virgen de 15 años, llevando el fruto bendito, parte para esa montaña escarpada, en la cual sitúa Nuestro Señor la escena del Samaritano con el herido, medio muerto por bandidos. ¡¿Excusas?! ¡¡Cuatro días de viaje!! A través de caminos poco seguros. Las dificultades no detienen su caridad. Además, no le han pedido nada. Bastaría aguardar. Nadie se extrañaría. Así razona nuestro egoísmo cuando se trata de hacer servicios.

Parte prontamente: No espera que le avisen. Tan pronto recibe la visita del Ángel, sin esperar que le avisen. ¡Ella, la Madre de Dios, da el primer paso! ¡Qué sincera es María en sus resoluciones! Ha dicho: «He aquí al Esclava del Señor», y lo realiza; recibe el aviso del Ángel, y parte. Este adelantarse en los favores, los duplica. Humilla tanto el pedir. Evitémoslo y sobre todo el prestar los favores de manera brusca, que hace más daño que bien.

Como la Santísima Virgen que parece no darse cuenta que se sacrifica. Sin ostentación, sin recalcar el servicio prestado, sin que a los cinco minutos ya lo sepa toda la comunidad, y quizás toda la ciudad. ¡Más bien, como si yo fuese el beneficiado! ¡Esa es la caridad, esa es la que gana los corazones! Un servicio prestado de mal humor, es echado a perder: «¡Dios ama al que da con alegría!» (2Co 9,7). ¡El que da con prontitud, da dos veces! Es el gran secreto del fervor: la prisa y el entusiasmo por hacer el bien.

No refugiarnos detrás de nuestra dignidad, esperando que los otros den el primer paso. La verdadera caridad no piensa sino en la posibilidad de hacer el servicio, como la verdadera humildad no considera aquello por lo que somos superiores, sino por lo que somos inferiores. “Estimando en más cada uno a los otros” (Rom 12,10). Los religiosos imperfectos tienen caridad mezquina. Dan lo menos posible, piensan, discuten, regatean, miran el reloj… El gesto cristiano es amplio, bello, heroico, total. Se da sin medida y sin esperanza de retorno.

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