Extracto de un texto más largo llamado “El hombre”, publicado en el libro “Moral social”, obra póstuma del Padre Hurtado.
El Hijo de Dios al unirse una naturaleza humana elevó en ella a todo el género humano. Cristo es el primogénito de una multitud de hermanos con quienes comparte su propia vida divina. Cristo es la cabeza de un cuerpo cuyos miembros somos o estamos llamados a serlo nosotros, sin limitación alguna de razas, de fortuna, ni de otra alguna consideración. Basta ser hombre para poder ser miembro del Cuerpo Místico de Cristo, esto es para poder ser Cristo.
El que acepta la Encarnación la ha de aceptar con todas sus consecuencias. Desamparar al menor de nuestros hermanos es desamparar a Cristo; aliviar a cualquiera de ellos es aliviar a Cristo en persona. Tocar a uno de los hombres es tocar a Cristo. Por esto nos dijo Jesús que todo el bien o el mal que hiciéremos al más pequeño de nuestros hermanos, a Él lo hacíamos. El núcleo fundamental de la revelación de Jesús, “la buena nueva” es la unión de todos los hombres con Cristo.
Cristo se ha hecho nuestro prójimo, preso en los encarcelados, toma la forma de obrero o de patrón, de herido en un hospital, o de mendigo en las calles. Si no vemos a Cristo en el hombre que codeamos a cada momento es porque nuestra fe es tibia y nuestro amor imperfecto. Por esto S. Juan nos dice: si no amamos al prójimo a quien vemos ¿cómo podremos amar a Dios a quien no vemos?
Nada se opone más al cristianismo que el individualismo. Cada uno forma parte de un gran todo: somos piedras de un mismo edificio, ramas de un mismo árbol, miembros de un mismo cuerpo y herederos de un mismo destino. La rama que se desgaja, se seca y sólo sirve para el fuego. Una piedra caída del edificio compromete la estabilidad del conjunto. Entre todos nosotros hay un intercambio de servicios comparable a la circulación de la sangre en nuestro cuerpo. San Pablo resume esta maravillosa doctrina cuando enseña que nosotros que somos muchos, no formamos sino un solo cuerpo, del cual Cristo es la cabeza, y nosotros somos los miembros. Si un miembro padece, todos sufren con él; si un miembro es glorificado, todos se regocijan con él.
Quien comprende esta doctrina entenderá qué significa la solidaridad social: ese vínculo íntimo que une los unos con los otros para ayudarlos a obtener los beneficios que puede darles la sociedad. El sentido social es esa actitud espontánea para reaccionar fraternalmente frente a los demás, que lo hace ponerse en su punto de vista ajeno como si fuese el propio; que no tolera el abuso frente al indefenso; que se indigna cuando la justicia es violada. La responsabilidad social que dice bien claro que no puede uno contentarse con no hacer el mal, sino que está obligado a hacer el bien y a trabajar por un mundo mejor.
Consecuencias de la dignidad de la persona humana
- Primacía del hombre sobre la materia
Las riquezas están al servicio del hombre y no el hombre al servicio de las riquezas. Por tanto toda organización social que subordine el hombre a la materia, que lo haga instrumento para la adquisición de la riqueza, sin consideración a su personalidad, debe ser reformada. Con este criterio hemos de juzgar la organización industrial en las que hombres, mujeres y niños han sido sacrificados a la intensidad de la producción, sin cuidado alguno de sus necesidades materiales y morales.
- La propiedad al servicio del hombre
Los bienes han sido dados por el Creador para todas sus creaturas, por el Padre para todos sus hijos, para que todos ellos puedan vivir en forma conveniente y adecuada a su naturaleza humana, para que puedan desarrollar sus potencialidades físicas, formar una familia y procrear hijos, desarrollar su mente y tener el mínimum de bienes para practicar las virtudes que corresponden a un hijo de Dios. Esta es la primera finalidad de los bienes de la tierra. A su luz aparece la igualdad de derecho de los hombres todos, sin distinción de razas, de talento, ni de cualidades secundarias. Al derecho positivo le corresponde determinar la forma en que han de ser divididos los bienes de la tierra para cumplir el plan providencial. En la medida en que las leyes se oponen a este plan violan el bien común, y lesionan la justicia social.
El derecho de propiedad privada está llamado a garantizar la libertad que necesita cada hombre a asegurar su independencia y la posibilidad de dedicarse a trabajos de orden superior, a darle un reposo tranquilo en su ancianidad y la posibilidad de educar y colocar a sus hijos.
En la posesión de los bienes habrá siempre desigualdades debidas a las diferencias de talento, de esfuerzo, etc. Un igualitarismo total resulta absurdo, pero por otra parte no puede aceptarse tal acumulación de bienes que al concentrarse en pocas manos dejen imposibilitados a los más para obtener con un justo esfuerzo la parte que necesitan. Lo que nunca se puede permitir es que la cantidad de bienes que es indispensable para garantizar la dignidad de la persona humana quede sacrificada a la satisfacción de necesidades secundarias y con mucha mayor razón, se inviertan en el confort y lujo de las personas más afortunadas.
Este criterio en la distribución de los bienes no vale tan sólo para un determinado país, sino también para los habitantes del gran país que es el mundo, patria de los hijos de Dios. A la luz de la justicia social no puede, pues, consolidarse un orden jurídico que permita países de alto standard de vida, a costa del bajo standard de vida de otros menos afortunados: a éstos habrá que capacitarlos por la cultura e instrucción técnica para que puedan obtener al menos el mínimum de bienes que requiere la dignidad de la persona humana.
Lo que no llegue a realizar la justicia social, lo hará la caridad cristiana que verá en sus prójimos al Dador de todo bien.
San Alberto Hurtado S.J.