«¡Cristo no tiene hogar!»
El mes anterior a su renuncia a la Acción Católica, tal como él mismo lo relata, una noche fría y lluviosa, se le acerca «un pobre hombre con una amigdalitis aguda, tiritando, en mangas de camisa, que no tenía dónde guarecerse». Su miseria lo estremece. Pocos días después, el 16 de octubre, dando un retiro para señoras, habla -sin haberlo previsto- de lo que ha visto: «Cristo vaga por nuestras calles en la persona de tantos pobres dolientes, enfermos, desalojados de su mísero conventillo. Cristo, acurrucado bajo los puentes, en la persona de tantos niños que no tienen a quién llamar padre, que carecen hace muchos años del beso de madre sobre su frente… ¡Cristo no tiene hogar! ¿No queremos dárselo nosotros, los que tenemos la dicha de tener hogar confortable, comida abundante, medios para educar y asegurar el porvenir de los hijos? ‘Lo que hagan al más pequeño de mis hermanos, me lo hacen a Mí’, ha dicho Jesús». Luego de una pausa, pide perdón, porque no tenía pensado hablar de esto a las señoras. Sin embargo, sus palabras producen una profunda conmoción y así nace la idea de fundar el Hogar de Cristo. Terminado el retiro, recibe las primeras donaciones –un terreno, varios cheques y joyas– de parte de las señoras presentes, que además prometen colaborar.
Dos meses después, en diciembre de 1944, el Arzobispo de Santiago Mons. José María Caro bendice la primera piedra. En mayo de 1945, es la bendición de la primera sede del Hogar de Cristo. Poco a poco, esta obra tan querida por el P. Hurtado crecerá hasta niveles admirables, prestando un inestimable servicio a los más pobres y creando una corriente de solidaridad que actualmente ha superado las fronteras de nuestra patria. Su propósito es no contentarse con el mero acto de caridad de dar alojamiento al pobre, sino también de hacer cuanto se pueda por readaptarlo a la vida social: «Una de las primeras cualidades que hay que devolver a nuestros indigentes es la conciencia de su valor de personas, de su dignidad de ciudadanos, más aún, de hijos de Dios». Él mismo salía en las noches a recoger a los niños que dormían en las calles. «A mí me encontró en una noche que él andaba recorriendo la ciudad en camioneta» cuenta José Antonio Palma, recogido por el P. Hurtado en 1949. «Al otro día nos lavamos… En la tarde de ese día tuve la primera conversación con el Padre Hurtado; me abrazó y me dijo que tenía que portarme bien, que me iba a hacer un hombre útil, que tenía que aprender una profesión (…) Recuerdo que lo que más me impresionaba era su caballerosidad para tratarnos y su amabilidad, que se expresaba en su cara sonriente». En su corazón estaba el deseo de «devolver a la sociedad a aquellos niños que, un día, recogió debajo de los puentes del río Mapocho, transformados en obreros especializados».
Los estatutos sociales del Hogar de Cristo lo definen como una obra «de simple caridad del Evangelio, destinada a crear y fomentar un clima de verdadero amor y respeto al pobre». Al ver a Cristo en los pobres, él se entregó a ellos completamente: «Había que ver con cuánto afecto y corazón de padre los trataba. Esto no se puede explicar sino por su íntima convicción de ver en ellos a Cristo pobre, hambriento y sin techo», cuenta un testigo. La obra del Hogar es una manifestación de su propia entrega y donación a Dios, expresadas en el servicio de sus hermanos. Según otro testimonio, el fruto principal de su labor en el Hogar de Cristo fue «el impacto de amor y respeto al pobre que produjo en muchos cristianos y no cristianos; creo que esto vale tanto o más que los beneficios materiales producidos por el Hogar de Cristo».
Desde aquel retiro a señoras de 1944 en que nace el Hogar de Cristo, miles de hombres, mujeres y niños han pasado por sus salas y han podido tener acceso a una vida y -en muchos casos- a una muerte digna. Pero también miles de chilenos han tenido la posibilidad de ser generosos y cumplir con el mandato de Cristo de dar pan, alojamiento y cariño al que no los tiene. Su amor a los más pobres quedó reflejado elocuentemente en la última carta que dictó desde su cama de enfermo, cuatro días antes de morir:
«Al partir, volviendo a mi Padre Dios, me permito confiarles un último anhelo: el que se trabaje por crear un clima de verdadero amor y respeto al pobre, porque el pobre es Cristo. “Lo que hiciereis al más pequeñito, a mí me lo hacéis” (…) A medida que aparezcan las necesidades y dolores de los pobres, que el Hogar de Cristo, que es el conjunto anónimo de chilenos de corazón generoso, busquen cómo ayudarlos como se ayudaría al Maestro. Al desearles a todos y a cada uno en particular una feliz Navidad, os confío en nombre de Dios, a los pobrecitos». Animados por la fe y en el espíritu, nos atrevemos a decir que este es su testamento espiritual.