Extracto de un texto más largo llamado “La virtud de la Justicia”. En archivo de documentos del Padre Hurtado. Documento s46 y 09.
La justicia es una virtud que no es popular. El medio más seguro para incurrir en el disgusto de los hombres es recordarles sus obligaciones con la justicia. Mientras la exaltamos en general, todos nos darán la razón; cuando un predicador ensaya sacar las conclusiones prácticas para cada estado y situación recibirá las críticas más amargas. ¿De dónde la impopularidad de la justicia?
Quizás una primera razón resida en el hecho que la justicia es eminentemente objetiva, exacta y definida: no es elástica, no da a lugar a sentimientos subjetivos ni a preferencias personales, y esto es siempre molesto, porque deja a quien se plantea el problema sin escapatoria posible.
Por otra parte es una virtud cuyo cumplimiento no nos da ninguna gloria. Es la más humilde de las virtudes. Uno podrá ufanarse de sus caridades, pero no de sus justicias. Nadie se gloría de haber pagado sus deudas. ¡Es lo que tenía que hacer! ¡No faltaba más!
Sus órdenes son terminantes… Sus prescripciones no prescriben. Las lágrimas no pagan nuestras deudas, y las limosnas no compensan nuestra falta de honradez. La injusticia no queda reparada hasta que se haya hecho la restitución de lo injusto.
La justicia se cuadra como una enérgica censura contra toda suerte de arbitrariedades. Asegura una igualdad básica entre los hombres. Hace la inconfundible reclamación ante la cual caen los más encumbrados como los más humildes; y tener que aceptar el hecho de una igualdad humana fundamental, tener que aceptar que otros tienen derechos humanos bien definidos, es algo que hiere dolorosamente a los poderosos.
No falta gente que estará dispuesta a hacer muchas obras de caridad, a fundar bibliotecas, sedes para sus obreros, a darle limosna en sus apuros, pero que no puede resignarse a hacer lo único obligatorio que debería hacer, esto es, pagarle un salario bueno y suficiente para vivir con decencia. Los abrumará con su bondad, pero les negará la más elemental justicia. Y luego se asombrará que sus empleados no aprecien todo lo que él hace por ellos, que a pesar de todos sus esfuerzos son ingratos y descontentadizos. Olvida que los hombres necesitan justicia ante todo y que ningún sustituto de ella podrá llegar a satisfacerlos íntegramente.
Al patrón le halaga tomar una actitud paternal, porque esto le da una deliciosa sensación de superioridad. La simple justicia destruiría esa sensación y lo colocaría en pie de igualdad con sus trabajadores. No es benevolencia lo que el trabajador desea, sino justicia, porque esta última reconoce sus derechos y reconoce también su igualdad básica, mientras que la pseudo paternidad le niega lo que él más aprecia y ofende su dignidad humana.
Otro motivo de impopularidad de la justicia, es que esta honra a los hombres, y al superior se le hace cuesta arriba otorgar a sus inferiores ese honor especial. Es más fácil ser patrón benévolo, que patrón justo; pero la benevolencia sin la justicia no puede salvar el abismo entre el patrón y el asalariado que ha llegado a darse cuenta de sus propios derechos y de la dignidad de su persona: en su alma alimentará un profundo resentimiento.
Esta benevolencia si la analizamos con cuidado, revela un engaño inconsciente de sí mismo dirigido a eludir la justicia: envuelve el deseo de conservar la propia estimación -incluso ante sí mismo- pero conservando también los beneficios: se hace la ilusión de ser generoso cuando sólo otorga una protección irritante. Y como consecuencia lógica el hombre que se imagina ser estimado como un filántropo descubre con gran sorpresa que ha sido el responsable del descontento y rebeldía.
Nadie negará que la sociedad contemporánea puede hacer alarde de sus magníficas obras de caridad, instituciones para aliviar todos los dolores, y sin embargo ese enorme trabajo por el bienestar llevado a cabo con generosidad inmensa no logra reparar los estragos causados por la injusticia. La injusticia causa enormemente más males que los que puede remediar la caridad.
No sucumbamos a los encantos de una caridad mal entendida que desprecia a su sencilla y humilde hermana, la justicia, y sin embargo es esta cenicienta entre las virtudes, la poco pretenciosa justicia, la que pone orden en la casa y coloca cada cosa en su sitio. Debemos ser justos antes de ser generosos. La moral cristiana cuando se la predica parece dar a la caridad el sitio de la mayor virtud social, a una caridad mal entendida que consistiría únicamente en dar limosna a los pobres y hacer por ellos lo que son incapaces de hacer por sí mismos, coexistiendo con frecuencia esa caridad con una extrema injusticia hacia aquellos a quienes va dirigida. En este caso se da a los pobres menos que justicia y se ostenta darles más.
La justicia se levanta de nuevo en nuestros tiempos. Los hombres no quieren satisfacerse con menos que la justicia y aspiran a obtenerla aun cuando en la tentativa hubiera de saltar en pedazos el edificio social. La pasión por la justicia estalla con fuerza devastadora. En muchos casos la pasión es ciega y recurre a medios que están destinados a resultados desastrosos. Sería locura menospreciar la fuerza de sistemas que no dudarían en destruir nuestro edificio social saturado de tantas injusticias… Los agitadores de nuestros días hacen un llamado continuo a reparar las injusticias, y encuentran la aprobación popular. La religión misma es mirada con desconfianza porque los hombres alimentan la idea equivocada de que ella no está incondicionalmente al lado de la justicia.
A este desorden debemos salir al paso y hacerlo sin dilación, porque ya ha tomado peligrosas proporciones. Los hombres son seres muy pacientes y sufridos y por consiguiente, si los pedidos de justicia se expusieran con claridad y honradez, ellos tendrían paciencia para esperar hasta que se lleven a la práctica.
La Acción Católica tiene aquí una misión bien precisa: adquirir ella misma conciencia clara de las exigencias de la justicia mediante un estudio serio de estas materias; dar ejemplo a sus socios, dondequiera que actúen, de un cumplimiento fiel de una pasión, de “hambre y de sed de justicia”; y luego valientemente, sin odios, sin “anti”, pero con el criterio de Cristo defender los derechos de la justicia dondequiera que sean conculcados. ¡Venga a nosotros Señor, tu reino de JUSTICIA, de amor y de paz!
San Alberto Hurtado S.J.