Meditación del Padre Hurtado en los Ejercicios Espirituales del Clero de Temuco, entre el 11 y 16 de enero de 1942.
La grandeza de la obra apostólica. El apostolado es la iluminación de las almas. Dios, que podría iluminarlas por sí mismo, se vale de nosotros para ello. La Buena Nueva, el Evangelio, que trajo Cristo al mundo, es la reconciliación de las almas con su Padre. Esta Buena Nueva predicada y aplicada es el apostolado.
La doctrina de San Pablo es muy clara: Jesús murió por todos, por los judíos y por los gentiles. Pagó la deuda de todos ellos y los redimió a todos, sin excepción. Pero además de este principio hay que tener en cuenta otro, que supone la solidaridad apostólica. La salvación ha sido hecha posible por Cristo, el rescate sobreabundante, infinito, está pagado, pero no basta eso para conseguir la salvación: la salvación no se realiza automáticamente. Cristo nos da la posibilidad de la salvación, nos adquirió el derecho a poder incorporarnos a su muerte y resurrección, pero para que esta incorporación se realice de hecho se requiere, normalmente hablando, la colaboración de otros hombres: los apóstoles. Esta colaboración humana, esta cooperación del apóstol al plan de Dios que San Pablo llama “co–trabajo con Dios” (1Cor 3,9), es el fundamento de la vida apostólica.
La misión del apóstol se puede comparar a la de aquel hombre que, en una ciudad sitiada por el enemigo y a punto de que sus habitantes perezcan de sed, se encuentra dueño de la vida o de la muerte de sus habitantes, pues él conoce una corriente de aguas subterráneas que puede salvar sus hermanos; es necesario un esfuerzo para ponerla a descubierto. Si él se rehúsa a ese esfuerzo, perecerán sus compañeros ¿se negará al sacrificio?
Podemos comparar su misión a la de quien ve un torrente ancho, profundo y sucio, que fluye con ímpetu hacia nosotros. Retumba la avalancha, rugen los abismos, se encrespan las olas. Sobre las olas millares de desgraciados lanzan gritos de socorro: gritan, nadan desesperadamente, surgen y se levantan, para volver a hundirse, y pronto desaparecen. Son hermanos nuestros. Otros nos gritan: –¡Sálvame! ¿Quién de nosotros podría pasearse tranquilamente por la orilla? –¡Al agua los botes, empuñar los remos y salvar esas vidas que perecen! –¡Procuren sostenerse un poco! –les gritaríamos–, ya vamos, ya estamos. Dame la mano y te salvaré… ¡Y qué alegría la de aquel hombre que consagra su vida a tan humanitaria misión! La más humanitaria, la más bella, la más urgente.
La inmensa responsabilidad de los cristianos, tan poco meditada y, sin embargo, tan formidable. El cristianismo se resume en una ley de caridad, a Dios y al prójimo, lo demás es accesorio o está contenido en estos dos preceptos, y, sin embargo, estos preceptos fundamentales son los más fácilmente olvidados. Del cristiano depende la vida de innumerables almas, de su predicación y sobre todo de su vida. Lo que él sea, eso serán aquellos que el Señor ha confiado a sus cuidados. Está aun fresca la valiente comparación del santo Cura de Ars: «Un sacerdote santo, una buena parroquia; un buen sacerdote, parroquia tibia; sacerdote tibio ¿cómo será la parroquia?». Y San Agustín, a los que lastimosamente lamentaban la corrupción de los tiempos, sin hacer otra cosa por corregirlos, les decía: «Decís vosotros que los tiempos son malos, sed vosotros mejores y los tiempos serán mejores: vosotros sois el tiempo». Los apóstoles pueden decir como nadie: Nosotros somos el tiempo. Lo que seamos nosotros eso será la cristiandad de nuestra época.
¡Horrible responsabilidad! Al apóstol le tocará revelar en su carne mortal la vida de su Maestro para la salvación de las almas… De esa revelación, ¡cuántos destinos hay pendientes con proyecciones de eternidad!
De los apóstoles depende que la guerra al pecado sea dirigida con intensidad y que si hoy hay vicio, mañana reine la virtud; que los jóvenes que hoy se agotan en la impureza, renazcan a una vida digna; que los hogares desunidos vuelvan a unirse, que los ricos traten con justicia y caridad a los pobres.
Junto al apóstol brotan las obras de bien. Las lágrimas se enjugan y se consuelan tantos dolores. ¡Qué vida, aun humanamente considerada, puede ser más bella que la vida del apóstol! ¡Qué consuelos tan hondos y puros como los que él experimenta!
Las proyecciones del apostolado son inmensamente mayores si consideramos su perspectiva de eternidad. Las almas que se agitan y claman en las plazas y calles tienen un destino eterno: Son trenes sin frenos disparados hacia la eternidad. De mí puede depender que esos trenes encuentren una vía preparada con destino al cielo o que los deje correr por la pendiente cuyo término es el infierno. ¿Podré permanecer inactivo cuando mi acción o inacción tiene un alcance eterno para tantas almas?
“La caridad de Cristo nos urge” decía San Pablo (2Cor 5,14). La salvación depende, hasta donde podemos colegirlo, en su última aplicación concreta, de la acción del apóstol. De nosotros pues dependerá que la Sangre de Cristo sea aprovechada por aquellos por quienes Cristo la derramó. El Redentor puede, por caminos desconocidos para nosotros, obrar directamente en el fondo de las conciencias, pero, hasta dónde podemos penetrar en los secretos divinos, aleccionados por las palabras de la Sagrada Escritura, de la Tradición y de la liturgia de la Iglesia, se ha impuesto a Sí mismo el camino de trabajar en colaboración con nosotros, y de condicionar la distribución generosa de sus dones a nuestra ayuda humana. Si le negamos el pan, no desciende Cristo a la Eucaristía; si le negamos nuestros labios, tampoco se transubstancia, ni perdona los pecados; si le negamos el agua, no desciende al pecho del niño llamado a ser tabernáculo; si le negamos nuestro trabajo, los pecadores no se hacen justos; y los moribundos, ¿dónde irán al morir en su pecado porque no hubo quien les mostrara el camino del cielo?…
Si queremos, pues, que el amor de Jesús no permanezca estéril, no vivamos para nosotros mismos, sino para Él (cf. 2Cor 5,15). Así cumpliremos el deseo fundamental del Corazón de Cristo: obedeceremos al mandamiento de su amor.
No vivamos para nosotros mismos, sino para Él. En esto consiste la abnegación radical tan predicada por San Ignacio. El que vive ya no viva, pues, para sí; esto es, hagamos nuestros, en toda la medida de lo posible, mediante la pureza de corazón, la oración y el trabajo, los sentimientos de Jesús: su paciencia, su celo, su amor, su interés por las almas. «Vivo yo, ya no yo; vive Cristo en mí» (Gál 2,20).
Así cumpliremos el deseo fundamental del Corazón de Cristo: Venga a nos tu Reino… “Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, oh Padre, y al que enviaste, Jesucristo” (Jn 17,3). “Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante” (Jn 10,10).
¡A dar esa vida, a hacer conocer a Cristo, a acelerar la hora de su Reino está llamado el apóstol! ¡La Reina de los Apóstoles interceda porque todos los miembros de la Acción Católica sean apóstoles de verdad!