“¡No tengan miedo!” Son las palabras que el ángel y Jesús mismo le dicen a las mujeres que van muy de madrugada al sepulcro. Palabras que deben haber calado fuerte en ellas, pues si había algo que les ahogaba el corazón y que no podían esconder era el miedo.
Si bien un amor profundo las mueve a ir al sepulcro, el miedo les hacía pesados los pasos y les nublaba la mirada. Si bien había una secreta y silenciosa esperanza en ellas, tenían miedo de que el mal y la muerte pudieran acabar definitivamente con quien les había dado nuevas razones para vivir. Con cuánta fuerza y emoción debieron recibir, entonces, esas palabras, breves, pero tan bellas: ¡No tengan miedo!
Cuántas veces de niños las habremos escuchado de nuestros padres ante cualquier situación que nos pudiera estar afectando. Solo bastaba que ellos las dijeran para que a nosotros volviera la paz y la calma. Y puede que el tono de sus voces fuera lo más importante. No era solo las palabras. Lo que les daba fuerza era escucharlos a ellos. Confiábamos, pues venía de nuestros padres.
Sé que hay muchos que no pueden decir lo mismo, pues no tienen una buena experiencia de sus padres. Sin embargo, en el camino de la vida puede que se hayan encontrado con personas que, siendo dignas de confianza y habiéndoles transmitido un verdadero cariño, les hayan invitado a no tener miedo de ciertas situaciones, y los hayan hecho capaces de avanzar.
No obstante, los miedos no solo son algo propio de la infancia. ¡Cuántos nos siguen acompañando por años! Pasa el tiempo y siguen con nosotros como algo que nos pesa, nos paraliza, nos ata y nos quita vida.
En el ámbito personal, podemos tener miedo a ser uno mismo, pues nos consideramos poca cosa. Miedo a no ser aceptado, pues pensamos que hacemos perder el tiempo a los demás. Miedo a la soledad, miedo a expresar los propios sentimientos, miedo a tomar decisiones y al compromiso, miedo al fracaso, miedo a confiar y a querer a otros, miedo a la afectividad, miedo a la enfermedad.
Muchas veces el contexto nos hace tener miedo, y crea en nosotros una sensación de inseguridad que nos hace mirar con desconfianza a todo el que está cerca, nos impide caminar por ciertos lados o calles, nos aleja de ciertos barrios, nos hace convertir las casas en fortalezas.
Quizá, no importando cuál sea el miedo, los efectos serán similares, pues nos impide desarrollar normalmente nuestras vidas y perturba hasta la mínima actividad.
Por eso mismo, podemos apropiarnos esas palabras de Jesús: ¡No tengan miedo!
Es verdad que el escucharlas no nos va a hacer abrir las puertas y ventanas de nuestras casas, quitar las alarmas que hayamos puesto, ni nos van a hacer caminar por callejones oscuros, pero sí nos pueden fortalecer en aquello que nos ata internamente y que apaga la vida más que todo lo externo. El miedo que se nos pega a la piel y que se adueña de cada célula es peor que cualquier otra cosa. Es ahí donde el eco de las palabras de Jesús tiene que resonar con toda su fuerza y belleza: ¡No tengan miedo!
No será un cambio automático, no será algo inmediato, pero si las dejamos actuar, si las repetimos, iremos sintiendo su efecto tranquilizador. Más aún cuando las dice alguien que sabe de dolor y muerte. No las dice desde un trono distante y protegido. Las dice en el sepulcro, las dice en un lugar de la muerte, las dice habiendo sido traicionado, vejado, humillado, traspasado. Las dice el crucificado. Él, quien sabe de dolor y muerte, mirando a cada uno, le dice: ¡No tengas miedo!
En este tiempo pascual, podemos pedir que ellas entren muy dentro de cada uno, y nos comuniquen el consuelo que andamos buscando.
¡No tengan miedo! Dejémonos convencer por las palabras de Jesús. ¡Que nada nos arruine la vida! ¡Que nada nos paralice! ¡Creámosle a aquello que celebramos: el triunfo de la vida!
P. Jorge Muñoz A., SJ