Introducción del Padre Hurtado a un retiro de Semana Santa en 1948.
El mundo moderno está horriblemente enfermo. Vive en la angustia y en la incertidumbre. Sin temor de equivocarnos podemos repetir la frase de Pío XI, y con mayor razón que él: “Nos ha tocado vivir en la época más difícil de la historia”; o como decía Chesterton: “Estos tiempos que tenemos la gloria combativa de vivir”.
Pero, en esta época, sería cobardía contentarnos con lamentarnos: eso es propio de cobardes; mucho menos de desesperar del remedio: eso es no tener fe; ni podemos tampoco permanecer como puros espectadores, como el levita y el sacerdote que pasan ante el herido del camino (cf. Lc 10,30-32): eso es no tener corazón.
Dios nos ofrece la vida con un sentido de redención de la humanidad, y nada más grande, más digno, más justo. Nos corresponde agradecer esta elección de Dios y hacernos dignos de vivir la vida en esta época que exige hombres que sean héroes, esto es, ¡que sean santos!
La tragedia actual es sin precedentes. Realizando la lectura del libro del existencialista Camus, La Peste: La vida es la peste. Todos los sistemas ensayados han fracasado. El nuestro -gracias a Dios- cada día lo veo más claramente, es providencial, está íntegro: No tenemos temor de que falle. Es Cristo y su Doctrina. Ya veremos en qué baso mi confianza y espero que la compartamos.
Para aplicar este remedio se nos pedirá mucho trabajo, y muchos de los aquí reunidos hemos empezado ya a realizar ese trabajo con fuerza, con tenacidad. Tal vez nos desborda. La caridad nos urge de tal manera que no podemos rechazar actividades que se nos ofrecen. Al trabajo profesional absorbente, vienen a juntarse mil actividades apostólicas: Ayudar a un pobre, un enfermo que visitar, un favor que agradecer, una conferencia que dar, un artículo que escribir, una obra que ayudar. Si alguien ha comenzado a vivir para Dios, con abnegación y amor a los demás, todas las miserias se darán cita en su puerta. Si alguien ha tenido éxito en su trabajo, los trabajos se multiplicarán… Si alguien ha podido llevar las responsabilidades ordinarias, se le ofrecerán las mayores.
Nuestro trabajo avanza a un ritmo tal que no nos da tiempo para reparar nuestras fuerzas físicas y espirituales. Y ¿podíamos rehusar? ¿No era rehusar al mismo Cristo, al único enfermo que veíamos en el camino?
Esto nos trae un desgarramiento interior. Aun rehusándonos a mil ofrecimientos quedamos desbordados, no nos queda el tiempo para buscar a Dios. Doloroso conflicto entre la búsqueda del plan de Dios, que realizar en nuestros hermanos, y del mismo Dios que debemos contemplar y amar; conflicto doloroso que no puede resolverse sino en la caridad que es indivisible.
Esto requiere, ante todo, hombres que más que la acción apostólica quieran en todo momento obrar bajo el impulso divino. Toda la teología de la acción apostólica está en esta preciosa máxima: Prevén, Señor, nuestras acciones….
Cada una de nuestras acciones tiene un momento divino, intensidad divina, término divino. Dios comienza, Dios acompaña, Dios termina…
Para mantener esta unión con Dios se impone una vida interior intensa. Sigamos en esto el ejemplo de Cristo que, antes de comenzar su ministerio, escapó 40 días al desierto.
Cristo ora. Yo, pecador, debo orar.
Volver a la oración después de la acción.
Aprenderemos a no tener más regla que el querer divino.
Un testimonio: La paz por la oración.
Si nuestras preocupaciones no son tan apostólicas, con mayor razón orar para hallar a Dios y su querer, para buscar, gustar y vivir la verdad. Esta es la tarea de los Ejercicios.
San Alberto Hurtado S.J.