Reflexión del Padre Hurtado sobre el auténtico progreso humano.
El P. Henri de Lubac ha publicado un interesantísimo libro sobre el drama del humanismo ateo, en el que pasa revista a las grandes corrientes ateas de nuestro tiempo y muestra cómo su pretendido humanismo es des-humanización del hombre. Y así es en efecto: Si hay algo que des-humaniza al hombre es su pérdida de Dios.
Los que han emprendido el camino del ateísmo han pretendido liberar al hombre: Nietzche había dicho: Es necesario que Dios se muera para que el hombre viva. No es del caso refutar la peregrina afirmación de vincular el progreso de la ciencia al ateísmo: ni comenzó en la época del ateismo, ni fue impulsada por ateos; pero, aún en este dominio, aparentemente.
El más favorable para una explicación atea del mundo, se echa inmediatamente de ver la falla trágica de un mundo ateo. En un mundo sin Dios y, en la medida en que los sabios dejan de poseer a Dios, ¿para qué sirve el dominio del hombre sobre la naturaleza? Me atrevería a decir que tal domino se convierte en horrible servidumbre. El que ha obtenido un descubrimiento; es acaso su dueño o su esclavo? El descubrimiento de la bomba atómica ¿ha introducido en el mundo la paz o el pavor? Los mismos que la descubrieron ¿no están acaso aterrorizados de su obra?
Esto no pretende afirmar que los descubrimientos deban detenerse, y que en sí sean malos pero sí significa que usados sin sometimiento a los principios superiores sólo sirven para llevar al hombre a su ruina, para poner al débil a los pies del fuerte. Mientras más extiende la ciencia sus conquistas, más debe el sujeto dominar su propia dominación. Mientras más fuerzas pone la ciencia en manos del hombre, más urgente es fijarse el uso que debe hacer. El hombre necesita, lo que Bergson llama “un suplemento de alma”, una realidad ante la cual el hombre se someta, y al someterse adquirirá el verdadero dominio de las cosas. Si se olvida esta ley del hombre, los descubrimientos de la ciencia se vuelven contra su autor, y, lejos de liberarlo, hacen pesar sobre él una servidumbre, tanto más pesada cuanto es impuesta en nombre de la ciencia.
Ejemplos que comprueben la anterior afirmación los podríamos citar muy numerosos: Todas las conquistas del hombre realizadas con independencia de su afán último, desligadas del servicio del Dios, se han vuelto contra el hombre. La ciencia económica, considerada como autónoma, que crea el “hombre económico”, y cree poder prescindir de la moral, y, como afirmaba hace poco un distinguido economista que creía poder pasarse de las enseñanzas de la Iglesia (que llamaba a las encíclicas “acostumbradas jeremiadas” y repetición de las afirmaciones de Marx) toda intromisión de la moral es extraña al proceso de la producción y perturbadora del mismo ¿adónde ha llevado al hombre? A la esclavitud, a producir ese cuadro horrible de que van saliendo algunos pueblos más avanzados, más morales o más ricos: hombres esclavos, niños y mujeres trabajando a fines del siglo pasado jornadas de 16 horas, salarios de hambre: el sweating system. Y no tan pasadas, sino actuales: esas cesantías como la ha hacia 1930 hizo que EE.UU. tuviera hasta 7.000.000 de cesantes, Francia e Inglaterra varios millones y nosotros una cifra desconocida en nuestra historia… El progreso del “hombre económico” que ha llevado a sus valientes descubridores a tolerar, sino a aconsejar la quema de productos para mantener los precios en un número que se muere de hambre: matanza de cerdos, quema de trigo y maíz, primas por no plantar. Lindo dominio de la economía en un mundo que se pasa de Dios.
Dominio de la ciencia que le da al hombre el dominio de la vida para hacer que millones de hombres pretendan ser privados del derecho de fundar un hogar, de procrear un hijo, porque no va a ser bello o fuerte… que en el fondo significa relegarlo a la categoría de los animales. ¿Acaso fueron bellos y fuertes muchos de nuestros antepasados, por los cuales hemos venido a la vida?, ¿acaso un cuerpo bello encierra necesariamente un alma bella? Yo puedo decir que he visto animales hermosos, orgullosos como pavos reales, y con un alma desprovista de todo sentido humano, y hombres feos de débiles, tesoros de bondad y de abnegación.
Dominio de la ciencia sobre el hombre que se orienta ahora en los sentidos más extraños: fecundación artificial (un tipo fuerte vale más, y tiene más derecho de ser padre, y tampoco tiene derecho a la vida el anciano y el enfermo incurable). ¿Es esto servir al hombre?, ¿al hombre como persona, no como simple individuo, como simple número, como persona, como dotado de un alma espiritual, libre e inmortal? O el progreso de la ciencia, ¿significa el descubrimiento que tales atributos ya no siguen siendo atributos humanos, y que hemos de contentarnos con ser los animales más fuertes de la creación?
Dominio de la ciencia sobre los elementos que nos ha dado la civilización material, y, ¿acaso esta civilización material ha significado engrandecimiento del hombre? Ahí está toda la obra profunda del doctor Alexis Carrel, para poner por lo menos un interrogante sobre el pretendido progreso traído por la civilización materialista. De hecho el hombre se va deshumanizando más y más en esas modernas inmensas ciudades, en las cuales gasta por lo menos un mes en tranvía, en las cuales se siente más solo, más triste y apartado de sus semejantes, en las que ve reducido su espacio vital y comprometido su equilibrio nervioso.
Habrá progreso, si todo esto se pone realmente al servicio del hombre, esto es si se somete a la moral, lo que es lo mismo que decir si se devuelve a Dios su sitio. En un mundo sin Dios la persona humana queda reducida a cero. ¡Qué triste sería un mundo sin Dios, qué sin esperanza y sin consuelo la vida, que solos, qué horriblemente solos nos sentiríamos!
¿Qué tenemos que hacer? Esa es la gran pregunta que nos hacemos ante el más formidable interrogante de la historia. ¿Qué deberíamos hacer? Escribir, hablar, tener revistas, cine propio, estadios propios, además de colegios, universidades y tenerlos… Bien está pero no basta. El cristianismo no nació así. Hay algo más vital que todo eso, y sin lo cual eso no vale nada. Hace falta: testigos.
Jesús al despedirse de los Apóstoles les confía el mundo y les dice Me seréis testigos. Hoy como ayer vale la palabra de Bloy: “La Iglesia no necesita demostradores, sino testigos; apóstoles y no conferenciantes. No es ya tiempo de probar que Dios existe. Ha sonado la hora de dar la vida por Jesucristo”.
La historia del cristianismo es la historia de un largo testimonio: el de Cristo en primer lugar. Y los apóstoles imitan a sus maestros. Ellos narran lo que han visto y oído, y saben que han no sólo narrado, sino vivido. A su Maestro lo llamaron Belsebul, lo azotaron, le dieron muerte… y también ellos llevados a los tribunales, alegres… Esteban… Pedro, Pablo, todos… Y junto a ese testimonio de la sangre, el testimonio de la pobreza: llevaban sus bienes a los pies de los apóstoles (no era obligatorio, pero su amor los incitaba, económicamente tal sistema no fue un éxito, pero peligrosamente, sí); testimonio de la fraternidad entre ricos y pobres; testimonio de bondad: Mirad cómo se aman. ¿Cómo cayó el Imperio Romano? No por las armas, sino por la fe y por el amor. Por la cruz de Pedro y el hacha de Pablo, por Blandina y por Sebastián, por Lucía y por Inés… Y cuando caído el Imperio Romano vienen los bárbaros, el Sumo Pontífice envió misioneros: Patricio, Bonifacio, pero tanto como ellos, y tal vez más, hicieron los monjes de Occidente que dieron en sus vida el ejemplo de la fe que profesaban. Y esa es la eterna historia de la Iglesia. Hoy sólo se cree al testimonio vivo de la vida, al testimonio amoroso del amor, al testimonio fuerte de la fortaleza, al testimonio lleno de optimismo de la esperanza.