Hace varios años regresé a Santiago tras más de una década viviendo con la familia en el Norte Grande, desarrollando mi labor de ejecutivo de Relaciones Públicas en empresas mineras. Volví desarraigado, sin trabajo, bastante aislado y casi sin tiempo ni disposición como para curarme el lumbago crónico que, sin darme cuenta, me mantenía físicamente agotado.
Sin fijarme, pasó la primavera (¡con lo que me gusta la primavera!) y llegó el verano árido. Un caluroso día domingo que estaba invitado a almorzar a la casa de una gran amiga, ella misma me sugirió ir al Santuario: “el Padre Hurtado te va a ayudar a salir adelante”, me dijo. Y agregó que llegara a un convenio con él, algo así como “ayúdame y yo te ayudaré”. Bajamos a la tumba, recorrimos los jardines, escuchamos la música que emerge de entre los árboles, nos refrescamos con la brisa de la tarde veraniega. Y fui recibido por una voluntaria del Apoyo Espiritual, ante la cual lloré libremente. Hacía mucho tiempo que no lloraba y me hizo bien.
A los pocos días, regresé solo. Fui varias veces más, era casi lo único que hacía en aquellos días inactivos. A veces conversé con otros voluntarios del Apoyo y, fundamentalmente, descubrí la vecina hospedería de ancianos. Comencé a visitarlos, conversé mucho con ellos, hice algunos amigos allí. Participé en la limpieza y barrido del patio grande, colaboré con el servicio de los almuerzos, conté cuentos, repartí caramelos, planté enredaderas, llevé a los ancianos al baño, en fin. Hice un convenio con el Padre Hurtado.
Debe haber pasado más o menos un año cuando me acerqué a las oficinas del Santuario porque algo me hizo sentir que podría ser yo voluntario de Apoyo Espiritual también. Tras algunas conversaciones fui aceptado, quedando en el turno de los domingos en la mañana, muy conveniente para mí pues generalmente ese día a esa hora mis hijos dormían.
Mi vida en algo comenzó a cambiar. Regresé paulatinamente a trabajar a empresas mineras del norte y del sur, conocí mucha gente, mis hijos crecieron, se me fue acabando la tristeza, reorganicé mi casa como espacio propio. Y continué como voluntario hasta hoy, 17 años después…
He tenido muchas experiencias en el Santuario, he conocido decenas de hombres, mujeres y jóvenes que, como yo aquella tarde de verano, golpean las puertas del Padre Hurtado. Me he abrazado con personas maravillosas, unos han sido los propios voluntarios de mi equipo y, otros, los necesitados que me siguen enseñando que se puede acudir al prójimo. He aprendido que uno es el prójimo, que se puede servir a los demás. Es una enseñanza que recibo con profundo orgullo, con la mayor modestia posible y gustándome hacerlo.
Cada domingo crezco un poquito más. Me encanta sentir que son el Padre Hurtado y Cristo quienes me hacen llegar al Santuario con mucha alegría y dedicación. Así, aprovecho para continuar haciendo lo que un día me sugirieron: intentar colaborar con los demás, para ayudarme a mí mismo, para ser más íntegro.
Así, soy feliz, creo que en los peregrinos recibo a Cristo y, cuando no recibo peregrinos que requieren ser escuchados o llorar sus penas y sus conflictos, converso con los demás voluntarios y eso me sirve, Cristo me toca con las manos de los demás y vuelvo tranquilo y satisfecho a casa. Así, han pasado los años y continúo ocasionalmente visitando a los ancianos de la hospedería. No son siempre los mismos y han crecido las enredaderas.
Es curioso este milagro que ocurrió en mi vida desde aquel invierno tan diferente, tan lejano, tan árido. Y no ha sido fácil ni difícil lograrlo. No sé cómo ha sucedido, sencillamente.
Federico Gana