Documento redactado por el Padre Hurtado en París, en noviembre de 1947.
Transparencia
Hay que llegar a la lealtad total, a una absoluta transparencia, a vivir de tal manera que nada en mi conducta rechace el examen de los hombres, que todo pueda ser examinado. Una conciencia que aspira a esta rectitud siente en sí misma las menores desviaciones y las deplora: se concentra en sí misma, se humilla, halla la paz.
Humildad y magnanimidad
Considerarme siempre servidor de una gran obra porque mi papel es el de sirviente: no rechazar las tareas humildes: las modestas ocupaciones de administración, aun las de aseo… Muchos aspiran al tiempo tranquilo para pensar, para leer, para preparar cosas grandes, pero hay tareas que todos rechazan: que esas sean de preferencia las mías. Todo ha de ser realizado si la obra se ha de hacer. Lo que importa es hacerlo con inmenso amor. Nuestras acciones valen en función del peso de amor que ponemos en ellas.
La humildad consiste en ponerse en su verdadero sitio. Ante los hombres, no el pensar que soy el último de ellos porque no lo creo; ante Dios, en reconocer continuamente mi dependencia absoluta respecto a Él, y que todas mis superioridades frente a los demás, de Él vienen.
Ponerse en plena disponibilidad frente a su plan, frente a la obra que hay que realizar. Mi actitud ante Dios no es la de desaparecer, sino la de ofrecerse con plenitud para una colaboración total.
Humildad es por tanto, ponerse en su sitio, tomar todo su sitio, reconocerse tan inteligente, tan virtuoso, tan hábil como uno cree serlo, darse cuenta de las superioridades que uno cree tener, pero sabiéndose en absoluta dependencia ante Dios y que todo lo ha recibido para el bien común. Ese es el gran principio. Toda superioridad es para el bien común (Sto. Tomás).
No soy yo el que cuento: es la obra
No achatarme. Caminar al paso de Dios. No correr más que Dios. Fundir mi voluntad de hombre con la voluntad de Dios. Perderse en El. Todo lo que yo agrego de puramente mío, está de más; mejor: es nada. No esperar reconocimiento, pero alegrarse y agradecer los que vienen. No achicarme ante los fracasos; mirar lo que queda por hacer y saber que mañana habrá un nuevo golpe y todo esto con alegría.
Munificencia, magnificencia, magnanimidad: tres palabras casi desconocidas en nuestro tiempo. La munificencia y la magnificencia no temen el gasto para realizar grande y bello. Piensan en otra cosa que en invertir o en llenar los bolsillos de sus partidarios. El magnánimo piensa y realiza en forma digna de la humildad; ¡no se achica! Hoy se necesita tanto, porque en el mundo moderno todo está ligado. El que no piensa en grande, en función de todos los hombres, está perdido de antemano. Algunos te dirán: ¡cuidado con el orgullo…! ¿Por qué pensar tan grande? Pero no hay peligro: mientras mayor es la tarea, más chico se siente uno. Vale más tener la humildad de emprender grandes tareas con peligro de fracasar, que el orgullo de querer tener éxito achicándose.
Grandeza y recompensa del militante en el gran combate que libra: sobrepasarse siempre más en el amor… ¿El éxito? ¡¡Abandonarlo a Dios!!
Los pecados de un hombre de acción
(Para un examen de conciencia).
Creerse indispensable a Dios. No orar bastante. Perder el contacto con Dios.
Andar demasiado a prisa. Querer ir más ligero que Dios. Pactar aunque sea ligeramente con el mal para tener éxito.
No darse entero. Preferirse a la Iglesia. Estimarse en más que la obra que hay que realizar, o buscarse en la acción. Trabajar para sí mismo. Buscar su gloria. Enorgullecerse. Dejarse abatir por el fracaso. Aunque más no sea, nublarse ante las dificultades.
Emprender demasiado. Ceder a sus impulsos naturales, a sus prisas inconsideradas u orgullosas. Cesar de controlarse. Apartarse de sus principios.
Trabajar por hacer apologética y no por amor. Hacer del apostolado un negocio, aunque sea espiritual.
No esforzarse por tener una visión lo más amplia posible. No retroceder para ver el conjunto. No tener cuenta del contexto del problema.
Trabajar sin método. Improvisar por principio. No prevenir. No acabar. Racionalizar con exceso. Ser titubeante, o ahogarse en los detalles. Querer siempre tener razón. Mandarlo todo. No ser disciplinado.
Evadirse de las tareas pequeñas. Sacrificar otro a mis planes. No respetar a los demás; no dejarles iniciativa; no darles responsabilidades. Ser duro para sus asociados y para sus jefes. Despreciar a los pequeños, a los humildes y a los menos dotados. No tener gratitud.
Ser sectario. No ser acogedor. No amar a sus enemigos.
Tomar a todo el que se me opone como si fuese un enemigo. No aceptar con gusto la contradicción. Ser demoledor por una crítica injusta o vana.
Estar habitualmente triste o de mal humor. Dejarse ahogar por las preocupaciones del dinero.
No dormir bastante, no comer lo suficiente. No guardar por imprudencia y sin razón valedera la plenitud de sus fuerzas y gracias físicas.
Dejarse tomar por compensaciones… sentimentales, pereza, ensueños. No cortar su vida con períodos de calma, sus días, sus semanas, sus años…
Ilusiones y Peligros de la Acción
La acción tiene sus peligros: obrar por obrar; obrar por afirmarse; obrar para brillar; obrar para dominar.
Ver demasiado grande. Querer el éxito a toda costa. Querer ir demasiado a prisa. Perder el contacto con Dios. Sacrificar los otros a mi juego. Convertirme en político, o en hombre de negocios, o en patrón.
Saborear con el éxito, o carcomerse por los fracasos; endurecerse, creerse en el término y no querer seguir avanzando.
Abandonar el estudio, abandonar la oración, perder la humildad, convertirme en un sectario, dejar de ser apóstol, perder mi capacidad de acogida bondadosa. Dejar de mirar las cosas de lejos, o la jerarquía de valores.
Lanzarse a ciegas a una aventura, cesar de contemplar, no contar sino con los medios humanos.
Desear el poder y el apoyo de los grandes. Desear los honores. Comprometer a la Iglesia. Dejarse maniobrar; pactar con la injusticia. Parecer interesado o ambicioso… Peligros bien reales, que pueden llegar a inutilizar un apóstol. Dios se encargará de purificarlo.
Etapas de purificación
Salir de pecado. La alegría de servir, comienzos de abnegación, primeras luces de la contemplación. En la turbación dejarse conducir por un director.
Renuncia a la riqueza. Lucha contra la voluptuosidad, contra el deseo de dinero y de honores.
Renuncia a la voluntad propia. La obligación de cambiar de vida. La impotencia de obrar… No poder vivir feliz sin sufrimiento.
En su trabajo, sumisión continua al objeto; ir siempre a lo más esencial. Trabajar sin esperar reconocimiento. Aceptar el no ser comprendido. Abandono a Dios, total, del esfuerzo realizado. Rechazo de toda traición. Abandono generoso a sus hermanos. Adhesión total a la verdad. Aceptación de los fracasos. Aceptación de la soledad y del aislamiento… La marcha en la noche. Dejarse crucificar por la vida con Cristo. La fe pura.
Optar por la gloria de otro, sacrificando sus propios planes. La renuncia a toda gloria humana. La aceptación de no ser amado por lo que uno ama. El puro amor de sus hermanos. Las tinieblas purificadoras.
Se trata ciertamente de alienación, de pérdida de sí en el otro al que se substituye por amor; en el otro, en el cual se funde por amor. Pero se aliena, para ser, para ser en verdad. Es olvidándose como uno se encuentra. Es dándose como uno crece. Es ligándose que llega uno a la libertad. Este es el camino para adquirir la plenitud del ser, porque así ha perdido uno las ramas inútiles; porque así se entrega a la savia su máximun de eficacia, porque se ha vuelto uno al que es, porque uno ha abrazado su deseo, que es el deseo de lo mejor…
San Alberto Hurtado S.J.